Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

jueves, 17 de febrero de 2011

IXTAB, la diosa maya.

   Hoy os traigo un relato en el que se cuenta brevemente la historia de un suicidio programado. Una salida de la depresión, del estado de tristeza excesiva e insoportable, en busca del ser amado. Se puede morir de amor, pero asimismo se puede morir por amor.

   El suicidio siempre ha estado en conexión con la humanidad y con sus costumbres. La Iglesia Católica rechaza al suicida y le niega la sepultura en el Campo Santo, porque el hombre no tiene permitido modificar su destino,que está en las manos de Dios. En la Inglaterra anglicana del siglo XIX el cuerpo del suicida era castigado por la justicia públicamente, siendo arrastrado por el suelo y estaqueado en el cruce de los caminos, sus bienes confiscados y la viuda desheredada y deshonrada. Por el contrario, en la cultura maya, según los historiadores, se veneraba entre otras deidades, a Ixtab, la diosa del suicidio. Y en el lejano Oriente, los japoneses se hacen el seppuku, para lavar una deshonra.

  En el mundo, los suicidios suponen alrededor de un 1,8 % del total de los fallecimientos.

  Pasemos, sin más preámbulos, a la historia que nos ocupa.

       

                                           

                          CITA CON MARIO.



   La puntualidad siempre fue para ella una prioridad. Tenía la manía de calcular el tiempo minuciosamente, rebobinando todas las tareas que tenía que hacer para llegar puntual a cualquier evento, por insignificante que pudiese parecer, programando cada minuto a priori. Se miró al espejo para pasarse revista; había elegido de su organizado armario un ajustado traje que resaltaba su voluptuosa figura, unas sandalias de tacón alto que dejaban al descubierto una cuidada pedicura, y una gargantilla de cristal de Murano que Mario le regaló cuando viajaron a Venecia. Su media melena enmarcaba un rostro de facciones duras, esculpidas a golpes de martillo y cincel por una vida llena de dificultades, que ella había ido superando con una voluntad férrea. Sus ojos ya no emitían el brillo de una juventud que todavía podía tocar con la punta de sus dedos. Laura fijó su atención en la foto que, reflejada en el espejo, lucía a su espalda sobre la mesita de noche. Aún eran novios, y aquel verano ella le acompañó a la playa invitada por su familia. La instantánea la inmortalizó su cuñada, divertida viendo  cómo su hermano la apresaba, sentado detrás de ella en el rompeolas, rodeándola con los brazos y las piernas, mientras el agua les salpicaba una y otra vez empujando la arena, invitándola a recorrer los rincones más recónditos de la anatomía de ambos. El lacrimal de Laura se ha desbordado sin remedio, y el caudal ha llegado a sus labios, transportando el sabor a sal de aquel dulce recuerdo.
   Iba bien de tiempo, así es que comenzó a encender las velas aromáticas que tenía distribuidas concienzudamente por varios rincones estratégicos del salón. A Mario le gustaba crear ambiente con ayuda de luces indirectas, y las velas eran el complemento ideal en una cita plagada de connotaciones sentimentales. La mesa estaba perfecta: la  vajilla de loza de la Cartuja de Sevilla, los cubiertos de plata del ajuar, cristalería de Bohemia, mantelería salpicada de mariposas bordadas por ella misma, y un sencillo centro de flores silvestres. El albariño bien frío para el marisco, y un Ribera del Duero para el plato favorito de él: solomillo a la pimienta. Como fondo musical, Grover Washington, dando calor al ansiado encuentro, exhalando como un suspiro notas de un insinuante saxofón, que tiempos atrás había sido testigo de besos interminables y caricias secretas de dos enamorados en los reservados de una discoteca de capital de provincia.
   Laura leyó por última vez la nota que descansaba en la mesa, junto al cubierto de Mario, primorosamente doblada. Volvió a dejarla donde estaba, y miró a su alrededor detenidamente. Todo era perfecto. Casi podía oler el perfume de Mario en el aire, casi podía notar su aliento en la nuca, casi podía sentir su tierno abrazo y escuchar su voz en un susurro que decía “te quiero”, una vez más, como cada día. Era casi la hora, y pudo advertir un cierto desasosiego acompañado por un sudor frío.
   Cogió algo que estaba al lado del teléfono y lo sostuvo entre sus dedos, mientras tomaba asiento en la mesa. Ejecutó dos movimientos precisos, favorecidos por su condición de ambidiestra.
   Ahora sólo tenía que esperar, serenamente, sin sobresaltos, hasta que todo terminase. Cerró los ojos y dejó vagar sus pensamientos al compás de la sugestiva melodía. Se sintió ligera, etérea, efímera, sólo quería avanzar, no volver la vista atrás nunca más.

   Sonó el timbre de la puerta.

   Sus manos se unieron, y tras ellas, sus cuerpos se fundieron en un emocionado abrazo, saboreando cada beso, cada caricia, cada mirada de deseo, bailando la danza del amor eterno, en un inmenso salón donde anónimos asistentes contemplan la escena del encuentro aplaudiendo la magnífica compenetración de los felices protagonistas, haciéndose cómplices de su secreto, sonriendo sobre una nube que se va esfumando, consumiéndose como la cera de las velas, alejándose como las sensuales notas del saxofón.

   Paula no da crédito a esta situación incomprensible, a este nuevo revés de la vida. Su ira se desnuda entre sollozos desgarrados, mientras se pregunta el porqué de lo acaecido.

               -“Tú no, mamá, no puedes dejarnos así, es demasiado después de que papá nos abandonara tan de repente…No podré superarlo..., tú no, mamá, mamá…-

   Mezclado con el bullicio reinante en el salón, un constante devenir de desconocidos que van y vienen, que entran y salen, Carlos explica a un policía que tuvo que volver apresuradamente de una reunión de  trabajo cuando su hermana Paula le llamó, alarmada porque su madre no le abría la puerta. Era habitual que ella olvidase sus llaves en casa, lo que no era normal es que su madre no escuchara el timbre. Desde que su padre sufrió aquel fatídico accidente, hacía ya un mes y medio, ella estaba enclaustrada y no había pisado la calle para nada, se había autoimpuesto esta especie de penitencia, como si albergara la esperanza de oírle entrar en casa de nuevo con sus bromas de costumbre.
   Paula se tapó la cara con sus manos. En aquella camilla, debajo de aquella sábana empapada de sangre, yacía su madre sin vida. De su mano inerte resbaló una cuchilla, que un policía recogió y clasificó como prueba inmediatamente.
   Al darse la vuelta, reparó en la nota manuscrita con la esmerada caligrafía que siempre había admirado de su madre. Apenas tuvo tiempo de leerla antes de que la retirasen de la mesa para precintarla.


                  “Nos vemos a las diez, mi amor.
                                                                         Laura.” 





   Espero no haberos entristecido más de la cuenta. Al fin y al cabo, solo es un cuento. Hay que decir que España es uno de los países donde más se disfruta la alegría de vivir. Para alejar pensamientos negativos, disfrutemos cada día el valor secreto y misterioso de las cosas pequeñas.

                                         ¡BESITOS!


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