Este es mi espacio, mi pequeña parcela de libertad, mi válvula de escape, mi cofre de sentimientos, mi retiro, mi confesionario, el escondite de mis rebeliones, el escaparate de mi alma.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Señales



                        
El otoño se había instalado por fin en las noches y en las madrugadas, porque la hora del aperitivo todavía seguía llenando de gente los veladores de las terrazas por toda la geografía, para desgracia de los agricultores, que veían con desesperanza cómo sus cosechas se echaban irremediablemente a perder. Cuando se acercaba el comienzo de cada jornada escolar, los accesos a los colegios se colapsaban con vehículos en los que, con cara de sueño y recién peinados, los niños se resignaban a pasar varias horas en el recinto colegial, sin haber salido aún de la niebla de sus cálidos sueños.
Los minutos estaban calculados para evitar imprevistos, y las rutinas mañaneras calcadas de un día para otro. Las señales eran inequívocas en caso de alteración horaria: cinco minutos de retraso suponía colapsos de tráfico en puntos del recorrido, o no encontrar alguno de los aparcamientos habituales, ya ocupados por conductores más tempraneros.

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Nunca antes las había visto. Su aparición surgió al comenzar el curso, tras las vacaciones estivales. Pero ya desde la primera semana, me llamaba la atención la figura de estas dos mujeres, caminando una junto a otra por el sendero de tierra que serpentea paralelo a la carretera, y que hay que pasar desde las urbanizaciones de las afueras hasta el bullicio de la ciudad. Desde el coche las observo a diario con curiosidad, mientras ellas, cabizbajas, aprietan el paso ajenas a los pasajeros de los coches que pasan a su lado.
Una de ellas, la más alta, lleva su pelo blanco recogido en un moño bajo. La otra, de pelo oscuro y melena corta, apenas sujeta un lado del flequillo con una sencilla horquilla. La de pelo blanco porta, colgada del brazo, una bolsa de compra reciclable vacía; la más baja, siempre va con un bolso colgado en bandolera. Ambas con pantalón largo, y ahora, que las temperaturas se han normalizado con la estación otoñal, con un chaquetón de abrigo. La mujer del moño, vestida de color beige claro; la de melena suelta, de marrón oscuro. Algunos días la bolsa reciclable se torna en carrito de la compra con ruedas.
Cada mañana, a las 8:30, distingo su silueta desde lejos. Si consigo salir de casa cinco minutos antes, las adelanto al principio del camino. Si, en cambio, me retraso cinco minutos, ya van llegando al primer paso de peatones. Caminan en silencio y con paso ligero, a pesar de su avanzada edad. Pero ignoro dónde se dirigen cada día, con puntualidad germánica, y el misterio crece de la mano de mi creciente intriga.

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A pesar del cansancio acumulado durante toda la semana, el viernes decidí que el sábado me levantaría a la misma hora que los días laborables, con la intención de averiguar si las dos enigmáticas mujeres que veo en el camino cada mañana mantienen su costumbre de pasear durante el fin de semana y, sobre todo, hacia dónde dirigen sus pasos. Pensé, incluso, que si salía de casa un poco antes, podría verlas salir de su domicilio, y así dejar de fantasear que son figuras fantasmagóricas que surgen de la nada para materializarse justo cuando yo paso a su lado.
Cuando el despertador me sobresaltó, tuve que superar un momento de debilidad, atrapada en la caricia del edredón, convenciéndome a mí misma de la importancia de resolver el misterio de las madrugadoras senderistas de la tercera edad, que estaba afectándome de tal manera que empezaba a ser preocupante.
Al ser día de descanso escolar, la calle permanecía dormida a esa hora. No circulaban coches, no se oían mochilas rodando por las aceras, y aproveché para conducir muy despacito, atenta a ambos lados de la calzada, por si las divisaba saliendo de alguna urbanización. Nada. Cuando el camino arrancó del descampado tras las últimas viviendas, vi desde la carretera a un muchacho paseando relajadamente un pastor alemán. Seguí avanzando, y ya empezaba a maldecir mi descabellado plan, cuando reconocí su figura a lo lejos. Como cada día desde que comenzó el curso, caminaban con diligencia, una junto a la otra, con su uniformado atuendo, su impecable peinado, su bolsa de la compra una y su bolso en bandolera la otra, y un aspecto no exento de cierta clase y elegancia, y de interrogantes, por descontado.

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Pensé adelantarlas y alcanzar antes que ellas las primeras casas tras el camino, aparcar y esperar que llegaran, para seguirlas disimuladamente. Cuando estuve a su altura, me quedé mirándolas sin que ellas hicieran la más mínima intención por dejar de mirar al suelo que iban pisando. Me distraje hasta tal punto, que invadí el carril izquierdo tomando una curva, y merecí un agresivo pitazo del coche que se cruzaba conmigo en ese punto de la carretera.
Cuando volví a tomar conciencia del volante, reparé que un operario de obra estaba desviando el tráfico por una callejuela que, desgraciadamente, me haría perder de vista a mis inquietantes mujeres, después del madrugón que me había supuesto mi estudiado plan.
Efectivamente. Después del rodeo, aparqué bastante alejada de la ubicación prevista, y aligeré el paso hasta la vía donde aquel operario truncó mis planes. Ni rastro de ellas, misión abortada. Pero, lejos de disuadirme de mi propósito, me juré que probaría suerte de nuevo a la mañana siguiente. Estaba casi segura que repetirían su rutina como si no fuera domingo, día de descanso para el común de los mortales, pero esa máxima no iba con tan particulares personajes.
Se me hizo duro atender al timbre del despertador; de hecho, lo apagué de un porrazo y tardé unos minutos en restregarme los ojos y despegarme de las sábanas. Ya no me daba tiempo de tomar un café, tendría que posponer el desayuno hasta conseguir mi objetivo. Saqué el coche del garaje, y cuando lo arranqué, me apareció en pantalla: “Riesgo de helada”. Desde luego, en pocos días las temperaturas mínimas habían caído en picado, aunque en las horas centrales era agradable la caricia de un sol que se había afincado en puertas ya del invierno, condenando al ostracismo cualquier atisbo de precipitación, que más que nunca era necesaria después de batir cualquier récord de sequía del pasado.
Ya en camino, bostezando mientras ponía la calefacción en marcha, me preguntaba si, por fin, resolvería esta mañana todas mis dudas.
Sonaba un tema pegadizo en la radio, pero mis cinco sentidos los tenía a pleno rendimiento tratando de distinguir esas dos figuras que tan familiares –e intrigantes- habían llegado a parecerme. Lo importante era la puntualidad, ya había corroborado que la de ellas era inamovible, de hecho se habían convertido en mi referencia para comprobar cada mañana si cumplía mi horario de costumbre, llevaba retraso o arañaba algunos minutos extras. Por eso centré mi mirada en el reloj del coche solo un segundo, y cuando levanté la vista me las encontré en medio de la carretera, mirándome de frente con un gesto absolutamente inexpresivo. No supe reaccionar, y di un volantazo que me sacó del asfalto y me hizo deslizar descontroladamente por una fina capa de hielo. Solo pude instintivamente taparme la cara levantando mis brazos, y escuchar un frenazo seguido de un golpe seco contra un obstáculo férreo. La oscuridad y el silencio me envolvieron con un grueso manto.

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En la esquina inferior derecha de la portada del diario regional del lunes destacaba una noticia: “Accidente mortal en la carretera de La Banasta, que conecta Las Vaguadas con la ciudad, ayer a las 8:30 h. La posible causa del siniestro podría haber sido una fatal distracción de la conductora, unido a la existencia de placas de hielo en el asfalto a primera hora de la mañana. El vehículo salió de la vía y acabó impactando contra un poste de la luz, con el balance de una mujer joven muerta. La policía está investigando los hechos sobre distintas hipótesis. No hubo testigos presenciales”.

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